Apolo, dios orgulloso, se burló una vez de Eros, por llevar
arco y flechas como él.
-Eros, no eres más que un niño ¿Cómo te atreves, pues, a
llevar armas de hombre? Deberías dejar el arco y la flecha para los valientes,
y dedicarte al amor, que es de lo que sabes.
Eros, enfurecido, con las burlas del dios respondió con
mascullando.
-Tienes razón, Apolo. Tú, con tus flechas, atraviesas todas
las cosas, tú puedes vanagloriarte de incontables y maravillosas hazañas, mas
yo, con las mías, puedo atravesarte a ti.- Dicho esto, Eros salió volando hacia
Delfos.
En Delfos, una ciudad próspera y famosa por el conocimiento
de sus ciudadanos, vivía Dafne, Bella ninfa e hija del río Peneo. La joven
salía a pasear como rodas las tardes por la rivera del río, donde se entretenía
recogiendo las flores que allí crecían.
Eros, que la espiaba oculto, disparó con certeza dos flechas
con diferentes destinos. Una de ellas, con punta de oro, fue a parar al corazón
de Apolo, enamorándolo perdidamente de Dafne. Pero la otra, con una punta de
plomo, acertó en la ninfa, que sintió desde ese momento una terrible aberración
hacia el amor, y en especial, al de Apolo.
Cuanto más amaba el dios a la ninfa, más huía esta de él.
-!Detente, te lo ruego!- Apolo desesperado, ya no sabía
como hacer para agradarle.
Pero la joven huía pues quería estar sola. Se escondió en
los más recónditos lugares, y recorrió tierras lejanas, evitando al dios.
Agotada de tanto huir, Dafne regresó a la orilla de su padre.
-Padre, te lo ruego, cambia mi cuerpo para que nada ni nadie
me ame jamás.
Al ver como su amada hija sufría, Peneo se apiadó de ella y
apenas habiendo expresado su ruego, Dafne se sintió pesada, torpe. Su piel fue
rodeada de fina corteza, su veloz cuerpo quedó fijado por raíces, y de su pelo
y sus brazos surgieron abundantes hojas.
Apolo, desolado, se aproximó al laurel y lo abrazó.
-¿Que he hecho? !yo solo quería amarte, Dafne, no
condenarte! Puesto que no puedes ya ser mi esposa, serás mi árbol, y te llevaré
siempre en mi cabello. Tú acompañarás a los victoriosos y a los alegres de
espíritu.
Luego cortó una rama, e hizo una corona de hojas, que colocó
en su cabeza, y con la que regresó al Olimpo.
Desde entonces, los victoriosos, los atletas y los poetas,
para celebrar sus victorias, llevan una corona de laurel en conmemoración de
esta triste historia.
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