Mathew
era un médico joven que trabajaba de interno en un frío hospital de
Washington. Eran su vocación y sus ganas por salvar vidas las que le
mantenían en pie en sus interminables guardias de hasta 36 horas
seguidas.
Aquella
noche fue especialmente dura, el servicio de urgencias no tuvo
descanso y, por primera vez en su vida, Mathew tuvo que encargarse de
un paciente sin el respaldo de otro doctor.
Lucho
por la vida de aquella chica de apenas 22 años, pero desde que llegó
la habían considerado un caso perdido y en el hospital habían
decidido priorizar a otros pacientes.
Incluso
si Mathew hubiese obrado un milagro y aquella joven hubiese
sobrevivido, sus lesiones eran tan graves que, probablemente, hubiese
quedado en estado vegetativo.
Priorizando
a otros pacientes habían conseguido salvar la vida a tres personas,
en lo que había sido el pero accidente de trafico que se recordaba
en la región.
Mathew
era consciente de que la chica nunca tuvo posibilidades de
sobrevivir, pero aún así tuvo que tragar saliva para contener las
lágrimas mientras le ponía la pulsera negra a la fallecida. Aquella
pulsera negra era un protocolo del hospital que servía para marcar a
un difunto y señalar hora y causa de la muerte.
Generalmente
las enfermeras eran las encargadas de hacer aquello, pero Mathew
pensó que haciéndolo él el recuerdo de su primer fracaso le
serviría para aprender y madurar.
Memorizó
cada una de las facciones de aquel juvenil y femenino rostro, y la
cubrió con una sabana para que la llevasen al depósito de
cadáveres.
Al
finalizar su turno tenía la cara demacrada por el cansancio y el
fuerte impacto emocional de perder a su primer paciente. En su mente
repasaba cada uno de sus pasos y trataba de descubrir cuál fue su
error. Pero incluso él sabía que su proceder había sido impecable
y que, cuando a alguien le llega la hora, es inútil luchar contra el
destino.
Con
esa apariencia entró en el ascensor para dirigirse a la séptima
planta, cambiarse la ropa e ir a dormir a su casa. Eran las cuatro de
la madrugada y el hospital parecía vacío. Tan absorto iba que no se
percató de la mujer que había dentro del ascensor y que le saludó:
-Y
yo que creía que tenía mala cara... Pero, chico ¿Qué te ha
pasado?
Mathew
miró a la mujer, de unos cuarenta años, que le sonreía desde aquel
semblante casi tan pálido como el suyo:
-Hoy
ha sido un día muy duro. Estoy agotado y además he perdido a mi
primer paciente - Contestó mientras ponía un gesto que denotaba sus
ganas de llorar.
-Pues,
por la cara que pones, estoy segura de que has hecho todo lo que
podías, no seas tan duro contigo.
-Muchas
gracias, probablemente mañana pueda verlo de otra forma.- Respondió
mientra se giraba para comprobar por qué las puertas del ascensor se
abrían en una planta que ninguno de los dos había marcado.
Fuera
vio la silueta de una joven en mitad del pasillo, que empezó a
girarse hacia ellos cuando terminaron de abrirse las puertas. Mathew
dio un salto hacia atrás y cayó al suelo al ver el rostro de
aquella chica. Comenzó a apretarse contra la pared del ascensor
mientras señalaba, con el rostro demudado por el terror, a la joven
que se acercaba hacia ellos. Recuperando algo de control sobre su
cuerpo, se abalanzó sobre el panel del ascensor y presionó
reiteradamente el botón para que se cerrasen las puertas.
La
mujer se quedó mirándole perpleja cuando la puerta se cerró a
menos de un metro de la joven que trataba de entrar.
-Esa...esa
chica - Dijo tartamudeante - Yo mismo la vi morir, no puede hacer
nada para salvarla. Yo le puse esa pulsera negra.
La
mujer, que se había mantenido pegada a la pared, sonrió y mientras
levantaba un brazo preguntó:
-¿Una
pulsera como ésta?
Mathew
se giró y vio como su muñeca portaba una pulsera de color negro
idéntica a las que usaban en el hospital. Se desmayó de la
impresión y, en su caída, agarró fugazmente el brazo que le
mostraba la mujer.
Minutos
después encontraron a Mathew muerto en el suelo del ascensor. Todos
atribuyeron su muerte al estrés y la impresión por la muerte de su
paciente, lo que pudo haberle provocado un infarto.
Cuando
se llevaron su cuerpo, alguien se percató de que, en la mano, el
fallecido portaba una pulsera negra, rota por la mitad, perteneciente
a una mujer que había muerto diez años de atrás.
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