sábado, 12 de abril de 2014

La marca de la muerte

Mathew era un médico joven que trabajaba de interno en un frío hospital de Washington. Eran su vocación y sus ganas por salvar vidas las que le mantenían en pie en sus interminables guardias de hasta 36 horas seguidas.
Aquella noche fue especialmente dura, el servicio de urgencias no tuvo descanso y, por primera vez en su vida, Mathew tuvo que encargarse de un paciente sin el respaldo de otro doctor. 
Lucho por la vida de aquella chica de apenas 22 años, pero desde que llegó la habían considerado un caso perdido y en el hospital habían decidido priorizar a otros pacientes.
Incluso si Mathew hubiese obrado un milagro y aquella joven hubiese sobrevivido, sus lesiones eran tan graves que, probablemente, hubiese quedado en estado vegetativo.
Priorizando a otros pacientes habían conseguido salvar la vida a tres personas, en lo que había sido el pero accidente de trafico que se recordaba en la región.
Mathew era consciente de que la chica nunca tuvo posibilidades de sobrevivir, pero aún así tuvo que tragar saliva para contener las lágrimas mientras le ponía la pulsera negra a la fallecida. Aquella pulsera negra era un protocolo del hospital que servía para marcar a un difunto y señalar hora y causa de la muerte.
Generalmente las enfermeras eran las encargadas de hacer aquello, pero Mathew pensó que haciéndolo él el recuerdo de su primer fracaso le serviría para aprender y madurar.
Memorizó cada una de las facciones de aquel juvenil y femenino rostro, y la cubrió con una sabana para que la llevasen al depósito de cadáveres.
Al finalizar su turno tenía la cara demacrada por el cansancio y el fuerte impacto emocional de perder a su primer paciente. En su mente repasaba cada uno de sus pasos y trataba de descubrir cuál fue su error. Pero incluso él sabía que su proceder había sido impecable y que, cuando a alguien le llega la hora, es inútil luchar contra el destino.
Con esa apariencia entró en el ascensor para dirigirse a la séptima planta, cambiarse la ropa e ir a dormir a su casa. Eran las cuatro de la madrugada y el hospital parecía vacío. Tan absorto iba que no se percató de la mujer que había dentro del ascensor y que le saludó:
-Y yo que creía que tenía mala cara... Pero, chico ¿Qué te ha pasado?
Mathew miró a la mujer, de unos cuarenta años, que le sonreía desde aquel semblante casi tan pálido como el suyo:
-Hoy ha sido un día muy duro. Estoy agotado y además he perdido a mi primer paciente - Contestó mientras ponía un gesto que denotaba sus ganas de llorar.
-Pues, por la cara que pones, estoy segura de que has hecho todo lo que podías, no seas tan duro contigo.
-Muchas gracias, probablemente mañana pueda verlo de otra forma.- Respondió mientra se giraba para comprobar por qué las puertas del ascensor se abrían en una planta que ninguno de los dos había marcado.
Fuera vio la silueta de una joven en mitad del pasillo, que empezó a girarse hacia ellos cuando terminaron de abrirse las puertas. Mathew dio un salto hacia atrás y cayó al suelo al ver el rostro de aquella chica. Comenzó a apretarse contra la pared del ascensor mientras señalaba, con el rostro demudado por el terror, a la joven que se acercaba hacia ellos. Recuperando algo de control sobre su cuerpo, se abalanzó sobre el panel del ascensor y presionó reiteradamente el botón para que se cerrasen las puertas. 


La mujer se quedó mirándole perpleja cuando la puerta se cerró a menos de un metro de la joven que trataba de entrar. 
-Esa...esa chica - Dijo tartamudeante - Yo mismo la vi morir, no puede hacer nada para salvarla. Yo le puse esa pulsera negra.
La mujer, que se había mantenido pegada a la pared, sonrió y mientras levantaba un brazo preguntó:
-¿Una pulsera como ésta?
Mathew se giró y vio como su muñeca portaba una pulsera de color negro idéntica a las que usaban en el hospital. Se desmayó de la impresión y, en su caída, agarró fugazmente el brazo que le mostraba la mujer.

Minutos después encontraron a Mathew muerto en el suelo del ascensor. Todos atribuyeron su muerte al estrés y la impresión por la muerte de su paciente, lo que pudo haberle provocado un infarto. 

Cuando se llevaron su cuerpo, alguien se percató de que, en la mano, el fallecido portaba una pulsera negra, rota por la mitad, perteneciente a una mujer que había muerto diez años de atrás. 

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