Como
cada jornada, aquel hombre entró en la habitación de su hijo para
arroparlo y darle las buenas noches. El hecho de ver cómo aquel
pequeño de ocho años le miraba con admiración, producía en el
padre una sensación de paz interior que le permitía dormir con la
conciencia tranquila.
En aquella ocasión no fue muy diferente. Cuando el padre entró, el niño había terminado de ponerse el pijama y se disponía ya a acostarse, pero el hecho de ver aparecer a su padre por la puerta suscitó en el pequeño renovadas ganas de jugar.
Y así lo hicieron. Con una ternura que solamente es propia del verdadero amor paterno, el hombre agarró al niño y lo levantó, llevándolo como si de un avión se tratase hasta la cama, donde lo retuvo a base de cosquillas hasta que le entró, por fin, el sueño. Hecho esto, lo arropó y se dispuso a salir de la habitación.
En aquella ocasión no fue muy diferente. Cuando el padre entró, el niño había terminado de ponerse el pijama y se disponía ya a acostarse, pero el hecho de ver aparecer a su padre por la puerta suscitó en el pequeño renovadas ganas de jugar.
Y así lo hicieron. Con una ternura que solamente es propia del verdadero amor paterno, el hombre agarró al niño y lo levantó, llevándolo como si de un avión se tratase hasta la cama, donde lo retuvo a base de cosquillas hasta que le entró, por fin, el sueño. Hecho esto, lo arropó y se dispuso a salir de la habitación.
-Bueno,
campeón, nos vemos mañana.
-Papá,
espera... tengo miedo. ¿Puedes mirar a ver si hay monstruos debajo
de la cama?
Esto
provocó en el padre una tierna sonrisa.
-Pues
claro, hijo, ahora los ahuyentaré a todos.
Y
así, el padre se agachó y levantó las mantas para comprobar si
bajo la cama había algo que inquietase al pequeño. Sin embargo, fue
él el que casi no pudo reprimir un grito de espanto. Bajo la cama,
hecho un ovillo y temblando como una hoja, se encontraba su propio
hijo.
-Papá,
por favor, ayúdame. Hay un monstruo acostado en mi cama.
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